martes, 5 de abril de 2011

"LA GAYA CIENCIA", DE NIETZSCHE




FRIEDRICH NIETZSCHE (1844 – 1900)
LA GAYA CIENCIA (1882)
Libro V, 343 – 346

INTRODUCCIÓN E IDEAS PRINCIPALES

Esta obra pertenece al periodo “positivista” o “ilustrado” de Nietzsche, si bien el Libro V se añadió en la segunda edición, que apareció en 1887 (ya en el cuarto periodo del pensamiento de Nietzsche; pero recuerda la conexión que hay entre el segundo y el cuarto periodos, ambos dedicados a la crítica sistemática de la cultura occidental: de la metafísica, de la moral, de la religión). En el periodo “positivista” o “ilustrado” Nietzsche se toma una “cura de desintoxicación nerviosa” tras la exaltación dionisiaca de su periodo romántico (inspirado por Schopenhauer y Wagner), en el que Nietzsche ha querido sumergirse en la desmesura trágica de la vida, que no es divina, ni racional, ni compasiva ni justa, pero que provee también sus goces extáticos en el arte. Él mismo afirma que la sobriedad, el desapego, el rigor frío y distante del análisis científico y racional pueden ser un saludable contrapeso del frenesí de Dioniso: una cultura superior debe dar al hombre “algo así como dos cámaras cerebrales, una para percibir la ciencia, otra para captar lo que no es ciencia. Han de estar juntas, sin confusión, separables, e incluso con la posibilidad de cerrarlas. Esto es una exigencia de la salud. En un ámbito está la fuente de fuerza, en el otro el regulador: hay que calentar con ilusiones, acentos unilaterales, pasiones; y con ayuda de la ciencia que conoce hay que evitar las consecuencias malignas y peligrosas de un recalentamiento”. Además, en una época en la que ya no es el arte el foco de la atención y en la que toda la veneración se centra en la ciencia, conviene cambiar el estilo divulgativo para acercarse más a la sensibilidad de la audiencia. Por supuesto, Nietzsche no es ni positivista ni ilustrado: no cree que el método de la ciencia natural sirva para descubrir las entrañas de la vida, ni cree que por medio de la razón podamos alcanzar verdades “objetivas”. Por el contrario, sigue creyendo que la razón apolínea sólo nos da ficciones, metáforas, interpretaciones más o menos útiles, prácticas; pero tales ficciones son también necesarias, realizan su función, y a esta altura de los tiempos la humanidad puede aprender a relacionarse con ellas como tales ficciones meramente funcionales, después de siglos de culto de las artes (de lo no-verdadero) y contando ahora con la seguridad que proporcionan la técnica y el desarrollo de la administración. En el ejercicio del conocimiento, pese a todas sus insuficiencias, aprecia Nietzsche el poder de acceder a una lucidez que perfore las primeras capas de los fenómenos y desmonte los mitos culturales demasiado toscos, groseramente al servicio de instintos degradados o intereses demasiado crasos (lee el texto 2 de la p. 213 del libro de Edelvives); de hecho, la labor que ha de llevar a cabo el nihilismo activo (la demolición de los viejos valores decadentes y de las viejas falsedades metafísicas, proceso al que Nietzsche denomina “la muerte de Dios” y que comienza con la razón ilustrada, de la que también es hijo el positivismo decimonónico, y con Schopenhauer) ha de verse favorecida por ese ejercicio crítico: la sobrevaloración occidental de la verdad, con el extremo de cautela y rigurosidad reflexiva que impone, conduce finalmente a descubrir la mentira de las “verdades” de la cultura occidental (leer líneas 106 – 114). Por otra parte, la atención sostenida y desapasionada del auténtico espíritu científico (el que genuinamente despunta con Demócrito, por ejemplo, y se tuerce y falsifica con Sócrates) permite descubrir interpretaciones (otra cosa no alcanza la conciencia) plausibles, luminosas, inspiradoras, cuyo valor ha de medirse por su capacidad para sostener la voluntad de poder que no se evade de la vida tal como es, con todos sus componentes trágicos y monstruosos, sino que, nutrida por y a la vez nutriendo a esas interpretaciones o perspectivas vigorizantes (como la de la idea del eterno retorno), la afronta creativamente (lee el texto 6 de la p. 214 del libro de Edelvives); para Nietzsche un pensamiento era “verdadero” cuando, por su fondo y por su forma, contenía suficiente fuerza y viveza como para ayudarle a resistir vitalmente los terribles sufrimientos que crónicamente padecía y a renovar, incluso en esas condiciones extremas, su sí a la vida. Por eso hay una ciencia que puede ser alegre, jovial (como el saber poético de los trovadores provenzales medievales, bohemios y libres), a diferencia de los excesos de frialdad analítica de la ciencia moderna, entregada a una “verdad” abstracta ajena al calor de la vida: es aquella ciencia alegre, creadora y estimulante, que reconvierte el talante aprovechable de la ciencia positivista o ilustrada, la que busca Nietzsche y a la que dedica su vida y de la que su vida extrae su sentido: “¡No! ¡La vida no me ha desengañado! Por el contrario, de año en año la encuentro más verdadera, apetecible y misteriosa; la encuentro así desde aquel día en que vino sobre mí el gran liberador, a saber, el pensamiento de que la vida podría ser un experimento del que conoce, y no un deber ni un destino ni un engaño. Y el conocimiento mismo, aunque para otros sea una cosa diferente, (…), para mí es un camino de peligros y victorias, en el que también los sentimientos heroicos tienen su lugar de danza y recreo. “¡La vida un medio de conocimiento!”, llevando este principio en el corazón es posible vivir no sólo con valentía, sino también con alegría, e igualmente reír con alborozo”.

Los cuatro primeros libros de “La gaya ciencia”, que marcan la tónica a la que luego se agregará el Libro V, fueron escritos en una época gozosa de la vida de Nietzsche: su mala salud le da una tregua y le permite un cierto bienestar, viaja por el sur de Italia, se embelesa con la ópera Carmen, de Bizet, en la que ahora ve una expresión musical más vitalista que los dramas de Wagner, se enamora de Lou Andreas Salomé, tiene la iluminación de su idea del eterno retorno, “su pensamiento más profundo”, etc.

1. Al menos para algunos en Europa, los más críticos y agudos, la “muerte de Dios” ya proyecta sus sombras: ya comienzan a dudar del Dios cristiano, de los valores morales y de las verdades metafísicas de la tradición platónico –cristiana. Las consecuencias del derrumbamiento de esas creencias serán dramáticas, pero los pocos que ya lo presienten no muestran temor, porque los primeros efectos son gozosos para los espíritus libres: queda abierto el horizonte para la creación de nuevos valores. (Apartado 343).

2. Lo característico de la ciencia es que no admite prejuicios, premisas no demostradas, sino sólo hipótesis que habrán de ser experimentadas y rigurosamente contrastadas. Sin embargo, la ciencia descansa también en un axioma que no se demuestra, en una fe: que nada hay más importante que la verdad. Si la voluntad de verdad es la voluntad de no engañar(me), tiene sentido preguntarse por qué no engañar y por qué no dejarse engañar. Lo segundo parece peligroso, y quizá por eso se ha desarrollado la desconfianza sistemática en que consiste la ciencia. Pero en muchas ocasiones lo ventajoso en la vida puede ser dejarse engañar; ¿de dónde viene entonces la fe de la ciencia en el valor absoluto de la verdad? No, desde luego, de un cálculo de utilidad. ¿Y por qué no engañar, si la vida consiste muchas veces en el engaño? El afán de verdad podría entonces ser quijotesco, ser un afán de muerte.

El afán de verdad sólo se puede explicar por un imperativo moral, y entonces la pregunta se reformula así: ¿Por qué ser morales, si la vida, la realidad entera, es inmoral? El científico niega esta vida y afirma otro mundo: la fe en la ciencia descansa en una creencia metafísica.

Los antimetafísicos se basan también en la adoración de la verdad que profesa la tradición platónico – cristiana, pero para desvelar la mentira de esa tradición, que se hace evidente si se es efectivamente riguroso en el ejercicio de la razón.

(Apartado 344).

3. Los grandes problemas han de ser pensados apasionándose personalmente por ellos, y no con fría curiosidad, que no conseguirá esclarecerlos. Nadie ha pensado el problema de la moral de este modo. Al contrario, la moral no ha sido ni siquiera un problema, porque en ella se encontraban de acuerdo todos los pensadores. Nadie ha criticado el valor de la moral. Algunos ingleses han hecho historias de los sistemas éticos, pero partían de que lo propio de la moral era el altruismo y la compasión, y así lo confirmaban en los distintos pueblos, concluyendo a continuación que esa moral era absoluta. Quienes, por el contrario, han descubierto apreciaciones morales diferentes en los distintos pueblos, han concluido la relatividad de la moral. Pero ninguno ha puesto en duda el valor de la moral. (Recuerda la temática de la obra de Nietzsche La genealogía de la moral, del cuarto periodo; lee un resumen de ella en la p. 209 del libro de Edelvives, y el texto 4 de la p. 214 del mismo libro).

(Apartado 345).

4. Los espíritus libres son impíos, incrédulos e inmoralistas en una fase avanzada. Creen que este mundo no tiene nada de divino, ni de racional, ni de justo o compasivo, aunque durante muchos siglos se haya interpretado así, a la medida de los deseos y necesidades de los hombres. Pero la desconfianza humana ha llevado a una investigación que finalmente ha desmantelado tal interpretación falsa. Pese a todo, los espíritus libres no buscan ningún valor fuera de este mundo, como lo intentaron Buda y el cristianismo. El hombre negador del mundo provoca repugnancia a los espíritus libres. En el futuro los europeos, afectados cada vez más por la desconfianza causada por el contraste entre las veneraciones antiguas y el despreciable mundo real, pueden encontrarse ante la alternativa de suprimirse ellos mismos (nihilismo pasivo, reactivo, que niega esta vida, la única que hay) o suprimir las viejas veneraciones o valores (nihilismo activo, que prepara el terreno para la transvaloración de los valores que llevará a cabo el Superhombre, mediante la que se destaparán nuevos rostros de la existencia). (Lee el texto 1 de la p. 213 del libro de Edelvives).

(Apartado 346).

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